Los niños impulsivos actúan sin apenas pensar, no son capaces de pararse a reflexionar en las consecuencias de sus actos y suelen tener problemas por su comportamiento inapropiado. Les cuesta mucho trabajo mantener la atención en algo concreto durante un tiempo prolongado; normalmente se muestran impacientes, tienen verdaderas dificultades para prolongar su tiempo de espera o para resistir a la tentación, cuando tienen una necesidad se ven obligados a satisfacerla en el momento. Sienten mucha frustración cuando no consiguen lo que quieren y pueden acabar teniendo una rabieta, llorando o dando patadas como reacción a este malestar.
Sus comportamientos son desordenados y tienden a pasar de una actividad a otra, se distraen con mucha facilidad con cualquier cosa y en muchas ocasiones se dejan tareas a la mitad. Sus emociones sufren muchos altibajos y pueden pasar de la alegría al enfado rápidamente. Además, cuando están inmersos en alguna emoción no son capaces de pensar con claridad y reaccionan en función de éstas aunque no sea adaptativo para el contexto en el que se encuentren. En la base de la impulsividad encontraríamos por tanto un fallo en su capacidad para autorregularse.
En el polo opuesto se situaría el autocontrol, definido por la capacidad que tienen las personas para autodirigirse de forma voluntaria y adaptativa en función de las características y necesidades del contexto. Se relaciona con la anticipación, ya que actuamos de una manera u otra para controlar posibles consecuencias futuras no deseadas o provocar activamente las que queremos conseguir. El autocontrol permite a la persona expresarse, actuar y rectificar en la forma en que más le convenga en función de sus necesidades y en el momento que quiere.
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